Una partida de ajedrez, también conocido como Novela de ajedrez (Die Schachnovelle), es la última novela/relato que escribió el austriaco Stefan Zweig. Un autor que desconocía, hasta día de hoy que he empezado a leerme un libro suyo, por pura casualidad saqué de la biblioteca la semana pasada, pero que por motivos de viajes no he empezado hasta hoy.
Es una de esas lecturas literarias, con determinados fragmentos tan buenos, que incluso aislados del resto de la obra, son maravillosos. La historia sucede en un trasatlántico en el que hay un campeón mundial de ajedrez, Mirko Czentovic, con el que todo ajedrecista que va a abordo del barco quiere jugar.
Uno de esos fragmentos maravillosos, que no resume ni hace ningún spoiler del libro y que puede provocaros a que lo busquéis para leer es el siguiente (es bien largo, pero juro que es sólo un párrafo):
Al cabo de tres días empezó a fastidiarme realmente el hecho de que su técnica defensiva fuese más hábil que mi voluntad de acercarme a él. En mi vida había tenido oportunidad hasta entonces de trabar conocimiento personal con un campeón de ajedrez, y cuanto más me esforzaba en esa ocasión por concebir tal tipo de hombre, tanto más inconcebible se me antojaba una actividad mental que durante una vida entera gira exclusivamente en torno a un tablero de sesenta y cuatro casillas negras y blancas. Conocía, huelga decirlo, por experiencia propia, la atracción misteriosa del «juego de reyes», el único entre todos los ideados por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar y otorga sus laureles de vencedor de un modo exclusivo al espíritu, más propiamente dicho, a una forma determinada de la habilidad intelectual. ¿Pero no se comete una falta de empequeñecimiento humillante con sólo tildar de juego al ajedrez? ¿No es también una ciencia, una técnica, un arte, algo que se cierne entre esas categorías, como el ataúd de Mahoma entre el cielo y la tierra, una trabazón única entre todos los contrastes: Antiquísimo y eternamente joven; mecánico en la disposición, y, sin embargo, eficaz solamente por obra de la fantasía; limitado en el espacio, geométricamente fijo y a la vez ilimitado en sus combinaciones; desarrollándose de continuo y no obstante, estéril; un pensar que no conduce a nada; una matemática que nada soluciona; un arte sin obras; una arquitectura sin sustancia, y, no obstante, evidentemente más duradero en su existencia y ser que todos los libros y obras de arte; el único juego propio de todos los pueblos y tiempos y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y poner en tensión el alma? ¿Dónde empieza, dónde termina? Cualquier niño puede aprender sus primeras reglas, cualquier chapucero puede ensayarse en él, y, sin embargo, llega a producir, dentro de ese cuadrado de invariable estrechez, una especie peculiar de maestros que no tienen comparación con los de ninguna otra, hombres con un talento exclusivo para el ajedrez, genios específicos, en quienes la visión, la paciencia y la técnica obra en una conjunción de igual modo determinada que en los matemáticos, escritores y músicos, aunque, eso sí, con distinta función y armonía. En tiempos pasados, de pasión fisionómica, tal vez un Gall hubiera realizado la disección de los cerebros de tales campeones, para averiguar si en la masa gris de esos genios del ajedrez se halla más intensamente marcada que en otras cabezas una sinuosidad determinada, una especie de músculo del ajedrez, una protuberancia ajedrecística. Cuánto más hubiera entusiasmado a semejante frenólogo el caso de un Czentovic, en que ese genio específico aparece incrustado en una desidia intelectual absoluta, como una sola veta de oro en una tonelada de roca. Siempre he comprendido, en principio, que un juego tan impar y tan genial debía producir sus maestros específicos, pero cuán difícil y aun imposible resulta imaginarse la vida de un hombre intelectualmente activo, para quien el mundo se reduce de un modo exclusivo a la estrecha vía entre blanco y negro, que busca los triunfos de su existencia en un nuevo ir y venir, adelantar y retrotraer de treinta y dos figuras; la vida de un individuo para quien el abrir el juego con un caballo en vez de hacerlo con un peón ya significa una hazaña y un miserable rinconcito de inmortalidad en dos líneas de un tratado de ajedrez; de un hombre, un ente espiritual que, sin volverse demente, dedica en el transcurso de diez, de veinte, de treinta y aun de cuarenta años, una y otra vez, toda la elasticidad de su pensar al ridículo afán de perseguir un rey de madera sobre un tablero de madera.
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